Valeria Iglesias / Australia
(cuento)
Débora lava los platos.
Pasa la esponja en forma circular, siguiendo el sentido de las agujas del reloj
y se acuerda de cuando en el colegio la burlaban. Débora Dora. Devoradora. Dejá
para los demás, Deborita. El recuerdo está asociado como una soldadura. Cada
vez que lava, siempre que pasa la esponja por el plato, recuerda. No sabe por
qué. Tampoco puede precisar cuál fue la primera vez que lavó los platos y pensó
en esa época del colegio.
Esta vez, Débora tiene
muchos platos para lavar. Platos, vasos, tazas, cubiertos, cacerolas, asaderas.
Esta semana no estuvo de ánimo, así que se le acumularon bastantes. Encima se
le ocurrió hacer una torta. Ahora, además, tiene sobre la mesada y la cocina,
bols, batidora, espátulas. Suficientes utensilios para fregar y así intentar
descifrar el origen de la asociación. Pero lo único que logra asociar es el
sentido horario y también, cuando desagota el agua que se le junta porque algún fideo tapó el drenaje, se queda mirando
el remolino que se forma. En un capítulo de los Simpsons, Bart le hace gastar
fortunas en una llamada por pagar a un chico que vive en Australia al que le
pide que revise si es verdad que en el hemisferio sur el agua forma un remolino
inverso cuando se tira la cadena del inodoro.
Débora no llamaría a
nadie para averiguar sobre remolinos, pero de repente deja de recordar las
burlas y piensa en Australia.
Ya tiene la mitad de la
vajilla enjabonada. Sólo queda enjuagarla para hacer lugar y empezar con las
cacerolas. Entonces suena el teléfono. Se sacude un poco la espuma de las manos
y tocando apenas el botón, se pone el inalámbrico entre la oreja y el hombro.
Hay un primer silencio, luego un click. Con una mano sostiene la cacerola. Ve
que el fondo tiene un pegote quemado. Con la otra echa un buen chorro de
detergente. Cuando empezaron a salir ella nunca le había preguntado por qué
siempre hacía esa pausa antes de hablar. ¿Era porque marcaba con el manos libres
y recién agarraba el tubo cuando ella atendía? Como era similar al efecto de
algunas llamadas que le hacían para ofrecerle productos, Débora siempre le
respondía: “No quiero tu emergencia, tu Internet, tu encuesta”, y cuando él al
fin decía “Hola”, ella remataba: “pero sí tus besos”. Había sido un ritual por
mucho tiempo. Hasta que se pasaron al celular con los números free.
Pero ahora Débora no
dice nada. El deja vú de que la llame
al fijo la sorprende. Tal vez él necesita comprobar que ella está en casa, que
su vida de algún modo quedó congelada durante la última semana. El agua de la canilla
que corre no la deja escuchar bien si hay alguien del otro lado de la línea. Entonces
él corta. Débora maniobra otra vez con el teléfono para no mojarlo y después de
dejarlo sobre la mesada, lo más lejos posible del caos y las salpicaduras,
intenta pasarse el hombro por los ojos, en un gesto automático de secarse
lágrimas que no tiene.
Echa un chorro más
generoso de detergente en la cacerola y abre al máximo la canilla. Vuelve a
sonar el teléfono. Débora ya no tiene más cuidado al agarrarlo. Otra vez lo coloca
entre el hombro y la oreja y siente, al mismo tiempo, el crujido de la espuma
que quedó en el auricular y a él que no tarda en decir “hola”.
—Hola —responde Débora y
mira cómo el chorro de agua que cae sobre el fondo de detergente provoca una bocanada
blanca que empieza a desbordar.
—Hola—vuelve a decir él.
Débora no sabe qué
decirle. En realidad cree que no hay más nada que decirse.
—¿Estás ocupada?
—Estoy lavando los
platos.
—¿Te llamo en otro
momento?
—No—, dice Débora
pensando en que lo mejor es que no la llame más.
—Bueno —, dice él y no
corta.
—No quiero —comienza a
decir Débora y se frena. Pero en seguida retoma: — No quiero tu emergencia…
Débora fuerza una risa,
pero él no se ríe. Entiende el chiste, pero no la acompaña. Hace rato que no lo
hace. Incluso antes de querer estar solo.
—¿Cómo estás?
—Estoy Deborita, no
podría dejar para los demás.
—¿Qué? —esta vez, él no
entiende.
—Que me voy a Australia.
—¿Cómo? ¿Cuándo?
—No sé, tengo que
averiguar.
La espuma ya cubre la mesada. Débora trata de
maniobrar con un cucharón que se resbala y cae.
—Bueno, estás ocupada,
así que…
—No, no. Puedo hablar
por teléfono y lavar los platos. No es eso…
Él no le pregunta:
“entonces qué es”. Cómo va a hacer semejante pregunta. Débora odia el modo en
que él siempre se evade. Cree que él quiere que ella cambie. Espera que ella sea algo que no es. Débora
haría todo lo posible por evitar el final. Pero es imposible cambiar. ¿Qué
debería dejar de ser? ¿Y qué debería empezar a ser? El olor dulce a repostería comienza
a inundar la cocina. Le gustaría sostenerse fácil. Como el aireado del
bizcochuelo que está levando en el horno o las burbujas del detergente que
desborda por la mesada. Tal vez animarse a preguntarle a él si ya decidió algo.
Si en toda esta semana de soledad llegó a alguna conclusión. Pero le tiene
miedo a las respuestas. No preguntar también es una evasión. Están a mano.
Débora escucha que del otro lado de la línea, él suspira tres veces, como para
empezar a hablar. Y las tres veces se arrepiente.
—No es eso. Yo…—Débora comienza,
pero no sigue.
—Así que Australia.
—Sí, hay unos programas
para profesores extranjeros que quieran enseñar inglés —dice Débora al mismo tiempo
en que recuerda el dato. Para ella Australia es ese capítulo de los Simpsons y
la historia de una compañera de trabajo que viajó un mes por ese programa y se
quedó un año entero porque se enamoró de un australiano.
—¿Y por qué profesores
extranjeros para que enseñen inglés? ¿Qué, en Australia no hablan todos en
inglés?
Débora se pregunta si le
gustaría enamorarse en Australia. No. No tiene ganas de enamorarse, nunca le
sale bien. Es como si le faltara el equilibrio. Necesita apoyarse en demasiada
gente. Uno nunca le es suficiente.
—Sí.
—¿Sí qué?
Pero sí tiene ganas de
hacer cosas que en Buenos Aires no haría. Nadar en un lago lleno de peligros a
la caída del sol. Hospedarse en un hostel y cenar todas las noches con
extraños. Participar del Camel Cup. Conocer la flor más grande del mundo.
—Sí, tenés razón. Todos
hablan inglés… ¿Tus cosas? —Débora arriesga la pregunta.
—Ahí… —responde él —,
bueno, me tengo que ir…—y parece que va a seguir hablando, pero Débora lo
interrumpe.
—Chau — y le corta.
Piensa si habrá guardado
la agenda en la que tiene el teléfono de esa compañera de trabajo que viajó a
Australia. No se acuerda ni en qué año fue, ni el nombre de la chica. Sólo es
cuestión de encontrarlas y después leer nombre por nombre.
Cierra la canilla y deja
en remojo la última cacerola que le queda por lavar.
Valeria Iglesias, Buenos Aires, 1970.
Licenciada en Lengua Inglesa, editora e instructora de yoga.
Fundó y dirige Ediciones Outsider (www.eloutsider.org). Publicó en poesía: Hilvanar la angustia, Notitas en el refrigerador (plaquettes de Color pastel), Oniria (plaquette de PDD), Restos de Jukebox (Tocadesata), Estrella de cine catástrofe (fanzine de Bailanta). En narrativa: Correo sentimental (novela, Pánico el pánico) y un cuento en Cuentos raros (Ediciones Outsider).
Licenciada en Lengua Inglesa, editora e instructora de yoga.
Fundó y dirige Ediciones Outsider (www.eloutsider.org). Publicó en poesía: Hilvanar la angustia, Notitas en el refrigerador (plaquettes de Color pastel), Oniria (plaquette de PDD), Restos de Jukebox (Tocadesata), Estrella de cine catástrofe (fanzine de Bailanta). En narrativa: Correo sentimental (novela, Pánico el pánico) y un cuento en Cuentos raros (Ediciones Outsider).
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