Emma Monsalvo / Las payanas




    Durante los veranos en el campo, el juego preferido era las payanas. Por las mañanas andábamos un rato a caballo o íbamos en el sulky con papá al almacén. Él hacía las compras, retiraba la correspondencia y luego tomaba un vermut con algunos de los parroquianos en el despacho de bebidas. A nosotras nos compraba un paquete de caramelos redondos y oscuros que devorábamos antes del  regreso  a “las casas”. ¡Cómo me gustaba sentir el aire tibio en la cara, el leve bamboleo del carruaje, el olor a cuero de los arneses! Pero lo más excitante sucedía a la hora de la siesta. Sentadas en el umbral de la cocina o sobre el piso embaldosado de la galería, Irma, Rosina y yo jugábamos interminables partidas de payanas. Una, dos, tres horas. Los demás dormían. Mamá se levantaba y nos llamaba para tomar la leche. Nosotras demorábamos en acudir. Cuando lo hacíamos, una gruesa capa de nata sobrenadaba en las tazas. ¡Qué asco! Yo la colaba y la bebía de un tirón. Estaba fría. No importaba: era el requisito indispensable para volver a las payanas. Aquellos cinco pedacitos de mármol que arrojábamos hacia arriba, caían,  y manipulábamos con tanta velocidad y destreza, me producían un placer indescriptible. Era como atrapar nubes o pájaros en vuelo.
   Mamá protestaba por nuestra haraganería. Debía terminar gritándonos para que tendiésemos las camas o para que fuéramos a recoger  frutas al monte. Con mis hermanas diferíamos en casi todo. Irma y Rosina peleaban por el chico que le gustaba a cada una. Cacho era, para Irma, un amor; para Rosina, un pedante. En cambio Marito sí valía la pena, afirmación que Irma refutaba calificando al muchacho de estúpido porque siempre reía. Yo, la menor, ponía el punto final: Marito y Cacho eran dos tarados. A la hora de la siesta, olvidábamos enojos y rencores y nos sumergíamos en el placer de jugar a las payanas.
    La enemiga más feroz de nuestras costumbres era tía Maruca, quien pasaba los veranos con nosotros. No perdía oportunidad de calificar como ordinarios los hábitos más inocentes. Aconsejaba a mamá que no nos dejara vivir de modo tan salvaje; que eso de estar tiradas en el suelo jugando no era propio de niñas ya grandes; que no debíamos intervenir en las conversaciones de los mayores; que nos hiciera cambiar de ropa a la hora de la cena. Llegó hasta la ofensa: “Para criar así a las hijas, es preferible engordar chanchos; por lo menos, son comestibles”. Mamá no contestaba. Papá sí nos defendía (claro, Maruca era tía suya).
–Dejate de pavadas –le decía-, las chicas están de vacaciones, hay que dejarlas que vivan con alegría.
     Nosotras la odiábamos, casi no le hablábamos, le hacíamos burlas por la espalda.
    Aquel verano se presentó con algunas variantes. Irma  no quiso acompañarnos en nuestras visitas al almacén y tampoco consintió en jugar a las payanas. Después de mucho insistir con preguntas, nos confesó que, ya  cumplidos los quince, era una señorita y debía comportarse como tal. Cuidarse las manos, por ejemplo. Cierto, el borde interno de la mano derecha se nos ponía áspero, calloso, de tanto rozarlo con el suelo. A veces, Irma no  resistía a la tentación y jugaba una partida, pero lo hacía con culpa: enseguida se levantaba y  alisaba su ropa.
    Rosina andaba embobada con las Rimas de Bécquer y no advertía lo que pasaba a su alrededor. Yo sí me daba cuenta  por qué Irma había cambiado su comportamiento: estaba enamorada, enamorada de verdad. Su amado no era ninguno de los antiguos y criticados galanes sino Pancho, el hijo del encargado, un morochito buen mozo y simpático que venía todas las tardes con cualquier pretexto. Se quedaba charlando a solas con Irma bajo el jacarandá. Celosa, fui con el chisme a mamá. Ella sonrió y me acarició la cabeza.
-Dentro  de poco, vos también estarás enamorada- me dijo.
    Me puse triste. Las que se enamoraban eran las señoritas. Y las señoritas no jugaban a las payanas, no hacían la parada de manos ni revoleaban las piernas ejecutando “medialunas”.
    Se notaba que papá y mamá habían hablado sobre el idilio de la hija mayor. Le hacían bromas ingenuas. Irma sonreía, se ponía colorada y bajaba la cabeza. Un día le pregunté si Pancho  la había besado. Con vergüenza, me dijo que sí.
 -¿Qué  sentiste? –le pregunté.
    Era la primera información directa que iba a tener sobre el asunto. Se le iluminó la cara.
 –Lo  más hermoso que hay en el mundo es besar al muchacho que una quiere –me  dijo.     
    Emocionada, la abracé y yo también la besé.
    Jugábamos muy poco con las payanas. Irma había desertado y Rosina, cuando no leía las Rimas, se enfrascaba en las novelitas de Corín Tellado. Me había quedado sin compañeras de juego. A veces practicaba yo sola, como para no perder la destreza o quizás para rememorar el feliz tiempo reciente.
    El noviazgo continuaba y llegó el momento más temido: Maruca se enteró. Estábamos cenando. Ella sacó el tema. Puso el grito en el cielo y arremetió contra Pancho, pero sobre todo contra papá y mamá.
-¡Cómo    permiten que su hija, una señorita de familia, se enrede con un negrito cualquiera que ni se sabe de dónde ha salido!
-Error – dijo   papá  con   calma-. La  familia  de  Pancho  es  gente  de  bien,  eso  lo sabés.  Hemos conocido hasta a los abuelos, todas personas honorables.
-Pero  la condición social –bramaba  Maruca- son ordinarios, sin roce.
–Otro  error –papá seguía tranquilo-. Es gente que tiene una delicadeza innata. Además, Pancho estudia.
 -¿Y   los  orígenes? ¿Qué me contás sobre los orígenes? –Maruca   estaba morada.
 -¿De  qué orígenes me hablás, si vos misma...? Vamos, vamos, dejate de joder –papá  se iba acalorando.
-¿Y vos no tenés nada para decir? -Maruca se dirigía a mamá.
– Sí.  Que las decisiones sobre nuestras hijas nos conciernen solamente a Néstor y  a  mí.
   “¡La dejaste knock out, mami!”, pensé. Y aprovechando el entrevero hice oír mi opinión:
-Lo  que pasa es que vos estás envidiosa porque sos vieja y seguramente  ningún hombre te besó. Te perdiste lo más lindo que hay en la vida: besar al muchacho que una quiere.
    Fue la gota que rebasó la copa.
-¡Mocosa insolente!  ¡Sos un monstruo! -me descerrajó.
   Y se fue como una tromba a su dormitorio.
    Al día siguiente, Maruca no se levantó. Mamá tuvo que llevarle el desayuno y el almuerzo a la cama. Le propuso llamar al médico. Maruca no quiso. Teníamos la orden de ir a verla con frecuencia y preguntarle si necesitaba algo. Iban Irma o Rosina. Yo no quería hacerlo; tampoco me animaba.
    A la siesta me senté a jugar con las payanas. Estaba sola. Sentí una inmensa ternura hacia esas cinco amigas que tanto me habían unido a mis hermanas. Nuestros caminos empezaban a bifurcarse. Acaricié las piecitas de mármol. ¿Cuál sería su futuro? ¿Dormirían en alguna caja, entre mis viejos juguetes o se perderían en el olvido?
    Antes de la merienda, mamá me indicó rellenar con crema las bombitas  recién  horneadas. Que me apurara, había que llevarle el té a Maruca.
-Yo  se lo llevo –ofrecí, iluminada repentinamente por una idea.
    Fue la única vez que atendí a mi enemiga.
    Cuando me desocupé, fui al monte: allí desaparecería la prueba de mi crimen. Después de besarlas una a una, revoleé con todas mis fuerzas las cuatro payanas que llevaba en las manos. Evité mirar adónde cayeron.
    Maruca no vio la luz del día siguiente. Mamá fue a llevarle el desayuno y la encontró muerta. Hubo gran alboroto, pero advertí que nadie lloraba. El médico extendió el certificado de defunción: infarto de miocardio no traumático. Cuando iba saliendo, le dije al doctor Leites que el día anterior Maruca se había tragado, sin darse cuenta, un carozo de ciruela; si este no le habría tapado el intestino provocándole la muerte.
-Querida  -mientras respondía, el médico me había tomado del hombro- no se ha muerto a causa del carozo. Comprendo que estés triste, pero esto iba a  ocurrir en cualquier momento: ella tenía el corazón muy enfermo desde hace tiempo y se negaba a tomar los remedios.
    Dos semanas más tarde tuve mi primera menstruación.



Emma Monsalvo 
Las payanas



Autobiografía



   Nací y crecí en la ciudad en la que vivo: Mercedes, Provincia de Buenos Aires, a cien kilómetros de la Capital Federal.  Ciudad casi tricentenaria (su origen se remonta a la Colonia, como Fuerte ante el avance del indio) enclavada en la Pampa Húmeda; por la fertilidad de sus tierras, proliferan infinitos tonos en su variada vegetación.
   Me crié en un hogar de modestos recursos económicos, pero rico de inquietudes intelectuales y artísticas. La música fue la compañera cotidiana de la familia. Y el afecto, siempre pródigo.
   Desde que aprendí a leer me convertí en lectora militante, adicción que me acompaña hasta hoy. La inquietud por escribir también empezó tempranamente. Recuerdo las “obras de teatro” que inventaba y que representaba junto a mis amiguitas, con la familia como público.
   Soy profesora en Filosofía y Pedagogía y estudié master en Programación Neurolingüística.
   La actitud de asombro frente a la realidad y la interrogación constante no me abandonan, pese a los años que ya llevo vividos.  







                                               

                                                                                     



                                                     

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