Lectura y diálogo / Fabián Soberón
Un hombre habla todos los días, a la madrugada, en una habitación del hotel Paradise, en Brooklyn. Tiene la voz grave, cavernosa, como si fuera un bajo.
Un día de nieve el hombre entra a la pieza apurado, urgido. Unos ruidos sordos se escuchan detrás de la pared que compartimos. Golpea con insistencia. Y toma lo que parece el teléfono y habla. ¿Habla solo? No se oye a nadie del otro lado.
Al día siguiente, el hombre se demora en ciertos aspectos del clima, enumera las jornadas nubosas y evalúa los favores de la lluvia continua. Luego repite las frases, como si alguien no entendiera lo que dice. Cada tanto, hace pausas. El silencio inunda la escena como una serpiente. Por momentos, se oye la voz estridente y tímida de una mujer.
Al finalizar la semana, a la misma hora, el hombre retoma su plática. Entiendo la mitad de lo que dice. Habla en inglés y en ruso, o en alguna lengua eslava. Quizás prepara una clase para la universidad. O es vendedor ambulante y añade acciones a su perfomance de marketing.
Los días siguientes repite la rutina de las llamadas y los monólogos. Habla durante horas con pausas que solo acentúan el carácter mecánico de los ciclos.
No quiero tocarle la puerta. No sé quién es, no he visto su cara. Pienso: ¿esa es la forma patética de la soledad?
En los días sucesivos, el hombre no se detiene. Habla con una intensidad que alarma: en cada palabra se le va la vida. De ese modo encontrará el fin. Supongo que una de esas palabras lo tragará.
#Una voz en el hotel
#Fabián Soberón
Lavo la ropa siempre en el mismo lugar, en la misma máquina. Eso me da cierta seguridad, cierta calma. Me hace pensar que hay orden. Un orden que no existe. El frente del local tiene un cartel enorme con letras azules. Dentro hay máquinas repetidas como si fueran las sopas de Andy Warhol. Llego, pongo la tarjeta, cargo el jabón y miro el giro del tambor. Me quedo horas así. El otro día vino una mujer canosa, con pollera larga, como si fuera religiosa y se paró al lado de la máquina. El tambor giraba mecánicamente. Una y otra vez. Nada se movía. Ni los pliegues de la pollera ni el rostro tieso ni las pestañas. Tenía un libro en el bolso transparente. Yo me corría para leer el autor. Pero no podía. Lo tenía colgando como si fuera un amuleto. La mujer estuvo parada horas, inmóvil, frente al televisor de arriba. Pero no lo miraba. Tenía la mirada perdida en un punto fijo. ¿Qué pensaba? Luego habló con el vendedor de detergentes. Le dijo que estaba harta, que se quería morir.
#Lavadero
#Fabián Soberón
"La crónica nos permite explorar. Es un texto con administración de tiempos. Es un espacio de investigación filosófico."
La exploración del individuo nos permite una cuestión filosófica.
Soberón como entrevistador investiga, hace preguntas.
La literatura sirve para hacerse preguntas, dice. Surge entonces una cuestión: ¿La filosofía se parece a la poesía?
Para Fabián Soberón, el género literario tiene una historia.
Silvia Galiano, integrante del taller Coleccionista de Palabras, nos acercó su propia reseña del encuentro.
A Renán Darío Arango
Como un Tolstoi colombiano, con su melena blanca tocada por el viento, Renán Darío Arango nos espera en la esquina de Lexington y 77. Está sentado, cómodo, sonriente. Lanza su primera frase irónica y nos identifica enseguida. Se para como un barón rampante y nos lleva de camino por la calle 79 –al este de Manhattan– hasta Central Park. Bruno esta reacio al principio y Catalina avanza con pereza en un cochecito celeste y liviano.
Los viejos carros de helados y bebidas se apostan en la lujosa y larga Quinta Avenida. Al costado, se eleva el enorme Museo Metropolitano. Mejor vamos otro día, un día de semana, dice Renán Darío, sentencioso. Los fines de semana son insoportables.
Mucha gente se agolpa en los pasillos y va a ser imposible caminar con los niños.
Nos metemos de súbito en un jardín del parque central con una escultura de osos. Renán despliega su cámara ágil y nos toma una instantánea. Yo tengo en mi memoria las imágenes que Renán ha tomado en los rincones insólitos e inhóspitos de Nueva York. Hombres abandonados y caños rojos, mujeres ancianas, gays porfiados, galpones vacíos, autos eternos en las calles sucias. Esas imágenes recorren los pasillos herrumbrados de mi memoria cuando Renán aprieta el fuego de su cámara.
Al rato, salimos por una callecita estrecha y nos encontramos con un lago quieto lleno de patos y tortugas. En invierno esto es un espejo de nieve, remata Renán y se ríe, como un poeta en apuros. Rápido, sentencioso e informal.
Sin remilgos, Renán apostrofa la caminata. Yo tengo problemas inmobiliarios, dice y
empuja sin problemas el cochecito de Catalina. Tengo problemas como casi todos en esta bendita ciudad. Unos pocos se hicieron de muchos edificios y empezaron a construir como locos, despreciando el valor de sus habitantes, sus formas de vida en comunidades. Esta ciudad está perdiendo grandes y antiguos monumentos, y todo por los malditos billetes. Tengo contrato de arrendamiento hasta el año próximo pero la dueña, una hija de papá, como decimos allá, me quiere correr amparándose en una ley viciosa y traicionera.
Yo miro hacia la calle interna del parque y veo las bicicletas que se cruzan como moscas porfiadas. Los caminantes conversan al ritmo acelerado de la callecita afiebrada.
Renán continúa. Dentro de poco me quedo sin casa, dice. Pero esto es así. Estar aquí implica pasar por esta crisis. Nueva York me ha traído muchas crisis. Me vine aquí por una exposición colectiva que incluía mi obra gráfica y que se hizo en Washington. Un amigo me dijo que se iba del departamento y me lo dejó. En esa época se pagaba muy poco, apenas 300 por un piso como ese. ¿Ves?, dice, y me mira solo por un segundo. ¿Ves? Un piso como estos de Lexington, ahora es imposible de caro. Levanta el brazo y señala las torres que han quedado atrás. Y así pasa con todo. Me vine de Barranquilla a estudiar y vivir en Medellín donde me seleccionaron para hacer una exposición y me quedé para siempre en Nueva York.
No hay melancolía en su tono. Lo dice aguerrido, impetuoso.
En un recodo descansa. Levanta la cabeza y deja sus ojos en las copas de los árboles. Se toca el pelo y se acomoda la melena blanca. Renán es un león colombiano, un solitario animal rugiente, irónico y mordaz. Renán empuja el cochecito de Catalina y sigue con su historia.
#El Tolstoi colombiano
#crónicas
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#Fabián Soberón
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Soledad Rithner / Fotografías |
#Fabián Soberón
#El esfuerzo Conjugado
FABIÁN SOBERÓN nació en Juan Baustista Alberdi,Tucumán, el 18 de junio de 1973.
Ha publicado la novela La conferencia de Einstein, los libros de relatos Vidas breves y El instante, las crónicas Mamá. Vida breve de Soledad H. Rodríguez, Ciudades escritas y Cosmópolis, retratos de Nueva York. Es profesor de Teoría y Estética del Cine. Ganó el 2do Premio del Salón del Bicentenario. Colabora con revistas de Nueva York, Miami y Buenos Aires. En 2014 ganó la Beca Nacional de Creación otorgada por el Fondo Nacional de las Artes. Fue invitado al Brooklyn Book Festival 2015 y al Festival de la Palabra, en Puerto Rico.
Depurada desmesura
#Diálogo crítico
Fabián Soberón / Alejandra Pultrone en:
https://refugiosrevistacul.wixsite.com/refugios/single-post/2018/05/11/Depurada-desmesura
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