Graciela Fiorillo / San Nicolás





Hará más o menos seis meses, chateando con una compañera de colegio,Hanna, me dijo:
- A que no sabés una cosa.
-Decime.
- Mi hija Ingrid, la mayor, acaba de comprar tu casa, en Ciudad Jardín.
- ¡Qué increíble!, le escribí.
- Sí, recién tuvo a su bebé y se acaba de mudar en este fin de semana que pasó.
Por supuesto, mi mente afiebrada comenzó a pensar en poder ir a visitar la que había sido mi casa de la infancia y adolescencia, aunque las reservas aparecieron enseguida: ¿me angustiaría volver a ese sitio tan especial?
Luego de felicitarla por el reciente abuelazgo, le pregunté si le parecía posible que fuera a la ahora casa de su hija.
- Sí, cuando quieras, me dijo. Sólo hay que avisarle y vamos.
Y ahí quedaron las cosas, porque me arrepentí. Más bien me parecía que iba a ser medio triste para mí: tantos recuerdos…de una familia que ya no era más.
Sin embargo, la semana pasada, la llamé a Hanna, y arreglamos para ir juntas a lo de su hija, a mi casa.
Viajé en tren hasta la estación El Palomar, así que, el mismo viaje me empezó a transportar a aquellas antiguas épocas. Solía usar ese medio de transporte para mis viajes al centro de Buenos Aires. Salidas con amigos, con compañeros de colegio, que eran las primeras aventuras por fuera del radio del alcance familiar. También, el medio en el que durante varios meses viajaba con mi madre a ver a mi papá que estaba internado en el Hospital Alemán, y en el que finalmente falleció.
Tren y subte, hasta la estación Pueyrredón. Sentía la angustia y el temor de mi mamá, aunque ella no dijera nada. Antes de entrar al hospital, íbamos a la confitería de enfrente a comprarle un Palo Jacob a mi papá. Mi mamá ya sabía que se moría, ¿por qué habría de privarlo del postre que más le gustaba? Otro parecía ser el caso de la hermana de mi papá, que le llevaba cigarrillos a escondidas, y a la que mi mamá criticó mucho luego de su muerte. Como si ése hubiera sido el motivo de su fallecimiento. Un caso de distinta vara, supongo.
Lloré todo el trayecto entre Palermo y Palomar. Mientras miraba a través del vidrio nublado, recordé una frase que me dijo el día del entierro un tío político: “Este día te pertenece”. Once años tenía yo. No comprendí, y jamás me atreví a preguntar a nadie qué significaba eso.La mujer sentada a mi lado en el tren me ofreció un pañuelito de papel y acepté. Caminé despacio para encontrar la salida del andén. Ya no estaban los escalones de madera que permitían acceder al camino de tierra que llegaba hasta la calle. Ahora había que dar la vuelta por la barrera o subir y bajar por altísimas escaleras. El kiosko que estaba al lado del pequeño puente de madera tampoco estaba. Por debajo, pasaba unacorriente de agua (arroyito, lo llamaba yo). Allí mi viejo me compraba una tira de caramelos Misky, y para él, los Chesterfield.
Habíamos quedado con Hanna en encontrarnos en la esquina de Wernicke y Zeppelín, para luego ir hasta mi casa, a una cuadra. Puntualmente, llegamos las dos al mismo tiempo. Nos alegramos mucho de vernos. Los años no habían pasado para ambas, según nos decíamos, la una a la otra, aunque no nos dábamos mucho crédito. Apenas entramos al living, lo vi: el San Nicolás. Quise hablar y no pude. ¿Qué hacía el San Nicolás allí?Mientras se sucedían las presentaciones y salutaciones correspondientes, mis pensamientos se aceleraron: recordé que mi madre había decidido dejarlo y se lo había vendido al comprador de la casa. Supongo que por motivos de espacio. Pero, ¿todavía estaba allí? Sabía que la casa había pasado de dueño una vez más, antes de que la comprara la hija deHanna. Le pregunté:
- ¿Cómo es que el San Nicolás está aquí?
- ¿Qué San Nicolás? Me preguntó.
- Ese mueble, señalé.
- Ah, el bargueño. Se lo compró Ingrid a la persona que le vendió la casa. No se lo quería llevar.
Intenté  explicarle a Hanna porqué lo llamaba San Nicolás: en realidad, no lo sé. En mi familia le decíamos así. Desde siempre fue el San Nicolás. Para mí era tan natural, que nunca pregunté. Hubiese sido como preguntar por qué a la mesa se le decía mesa y a la heladera, heladera.
Luego de tomar un café con“prinsesstarta”, un postre típico sueco, que había preparado Hanna, y ya un poco más relajada, me animé a preguntarle a Ingrid si podía ver el San Nicolás por dentro. Le tuve que explicar, para justificar mi pedido, que mi papá le había hecho un doble fondo a los cajones y que siempre había sido un misterio para mí qué era lo que allí guardaba.Siri, la hija menor de Ingrid, me miraba con ojos azorados. Había estado escuchando con mucha atención todo lo que decíamos y enseguida se puso a saltar y a arengarnos a todos para llevar a cabo la investigación.En cambio Melissa, la hija mayor, no estuvo de acuerdo. Comencé a sentirme molesta. Algo inesperado se oponía a mis planes y no me gustaba nada. Hannasalió del living con Melissa para conversar. Cuando volvieron, Melissa había cambiado de parecer y Hanname guiñó un ojo. Yo, muda, por las dudas. Se había creado una atmósfera de misterio tal, entre lo que yo había contado y el intento de oponerse deMelissa, que todos nos pusimos a revisar los cajones del San Nicolás. En uno de los fondos encontré tres pequeños libros: Vuelo nocturno, Correo Sur, y Ciudadela. En el doble fondo del otro cajón, Hannaencontró un par de sobres abiertos, con cartas amarillentas. Melissa sacó del fondo una libreta negra, en un gesto casi imperceptible, y se la llevó enseguida a su habitación. Hanname miró y sonrió.
Respetuosamente me entregaron todo, reconociendo enseguida que esos libros y papeles me pertenecían. Permanecí en la casa un rato más, pero ya quería retirarme para poder revisar todo ese hallazgo.
Apenas me subí al tren de regreso a mi casa, abrí una de las cartas. Luego abrí la otra. Por supuesto lo primero que miré fue la firma. La primera estaba firmada por Antoiney la segunda, por mi padre.Era una copia hecha con carbónico.


Mi estimado Filippo:
 Ya de regreso en mi país, te escribo para agradecerte el afectuoso y fructífero encuentro que se produjo cuando descendí con mi avión en la playa de Carmen de Patagones.No te lo comenté en ese momento, pero había decidido bajar allí porque tenía una idea en mi cabeza para un cuento y necesitaba escribirla. Fue  entonces que desde el aire noté una luz muy pequeña que se desplazaba a lo largo de la playa, casi al borde de las olas. Eras vos con tu pequeño farol de bronce. Cuando te fuiste caminando por la ribera hacia tu casa me puse a escribir algunas notas sueltas. Hoy, acabo de comenzar una historia inspirada en nuestro encuentro en la playa. 
Me despido afectuosamente y te llevo siempre entre mis recuerdos preferidos.
Antoine.
PD: Te deseo muchísima suerte para los estudios que estás comenzando y que estoy seguro te llevarán a volar muy alto y lejos.

Me disponía a abrir la otra carta, pero una nena y su madre se sentaron frente a mí y se me hizo inevitable escuchar algo de su conversación.
- ¿Terminaste ya toda la tarea para la escuela?, preguntó la madre.
- Sí, ma. No te preocupes.
- Haceme acordar que antes de entrar al hospital, compre en la confitería el Palo Jacob.
- Bueno, ma. ¿Querés que te lea algo de mi libro?
- Sí, claro, pero ya hay poca luz. No sé si podrás leer si no encienden las luces del vagón.
Estábamos casi en penumbras. Se me cerraban los ojos. Recordé la palabra “twilight”. Estábamos en ese exacto momento del día: el de las dos luces. Mi profesora de inglés la había explicado con mucha claridad y entusiasmo en la clase: la hora en que fenómenos casi no humanos podían suceder.
Para reacomodar mi cabeza y apoyarla contra la ventanilla, abrí por unos segundos los ojos: La madre, una señora muy elegante, llevaba un tapado gris perlado, tornasolado, como el de mi madre. Llevaba un broche dorado en la solapa. La nena, que tendría unos 10 años, llevaba un sacón marrón, como de gamuza.
- Vamos hija, ya llegamos a Palermo, dijo la madre.
- ¿Ahora tomamos el subte hasta Pueyrredón, no ma?
- Sí, hija. No te dejes el libro.
Las dejé bajar primero y enseguida lo hice yo.

Decidí caminar unas cuadras, ya que el trayecto hasta mi casa no era largo, para pensar un poco. Sería un exceso decir que pienso en código Morse, pero rayitas y puntos a menudo me vienen a la mente. Mi padre me había empezado a enseñar el código Morse y a veces se me forman algunas letras en la imaginación.Me había contado una vez que, cuando era chico y vivía en Carmen de Patagones, había conversado con un aviador francés y que fue eso lo que lo decidió a estudiar comunicaciones, y que había trabajado en la oficina de telégrafos del ferrocarril. Y algunos años más tarde,como radionavegante, en la compañía de aviación Alfa, que luego pasaría a ser Aerolíneas Argentinas.


San Nicolás
Graciela Fiorillo




                                                   Alas para volar / foto: Graciela Fiorillo, archivo personal 



Graciela Fiorillo nació en Lomas del Palomar, Provincia de Buenos Aires, en el verano del 54.
Es licenciada en Psicología. Escribe cuentos y poemas.
San Nicolás integra su primer libro de cuentos ( inédito).
Es colaboradora permanente de El esfuerzo Conjugado.

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