Elena Irurzun / Fabián




Entré al vivero y saludé a Verónica con un beso en la mejilla. Era cajera desde hacía apenas un par de semanas. Una morocha sonriente con unas tetas enormes que amenazaban con escaparse de su escote y que apoyaba en mi brazo o mi espalda cuando tenía oportunidad. La piba era linda. Hasta pensé en invitarla a salir. Pero no me gustaba mezclar en el trabajo. Si después ella quería algo más serio era para quilombo. Porque conmigo nunca era en serio.
A mi propio historial de fracasos amorosos se había sumado hacía poco el divorcio escandaloso de mi hermano. Denuncias cruzadas de violencia, algunos días de cárcel y un juicio en el que perdió todo. Tuvo que volver a la casa de los viejos y solo podía ver a los chicos fin de semana por medio. Claro que antes había insinuado venir a vivir conmigo pero mi departamento era muy chico, y mi gato suficiente compañía.

—Fabián –dijo mi jefe– hay que llevarle un pedido a Sebastián a la quinta nueva, la de los Orlando en parque Leloir ¿La ubicas?
—Sí claro, Mario.
—Vero te da la lista.


Sebastián era un paisajista, cliente nuestro desde hacía varios años. Solía pasar por el negocio para charlar con Mario sobre las plantas y los árboles que teníamos. Yo trabajaba en el vivero desde que había terminado la escuela agropecuaria. Mis viejos hubieran querido que siguiera estudiando y todavía fastidiaban a veces con el tema pero así, estaba cómodo. Después de tantos años Mario era una especia de tío para mí y tenía mi departamento; no necesitaba más. Sebastián me esperaba y me ayudó a descargar.

— ¿Querés hacerte unos mangos extra? —preguntó, señalando al interior donde había algunos jardineros trabajando.
—Sí, claro, pero tiene que ser fuera del horario del vivero.
—Venite el domingo a las ocho, los dueños todavía no se mudan y hay que meterle pata.
El sábado a la noche llamé a mi vieja para avisarle que no iba a poder ir al infaltable almuerzo familiar. Tuve que escuchar una hora de lamentos y chantajes.
—Mirá que vienen tus sobrinos y seguro quieren verte.
—Bueno má, paso un rato en cuanto termine —suspiré y corté.

El domingo estuve en la quinta puntual con mi bolso de herramientas. —No tenés que traer nada —dijo Sebastián— de eso me ocupo yo ¿Qué edad tenés?
—Treinta y cinco —mentí. El tipo pasaba los cuarenta y no quería parecerle un pendejo. Ya estaban trabajando varios jardineros y a mí me encargó los árboles que eran mi especialidad en el vivero.
Laburamos hasta que anocheció. Hacía un calor de mierda. Así que me saqué la musculosa para mojarme con la manguera y cambiarme la ropa antes de tomar el colectivo a Morón. Cuando me di vuelta tropecé con los ojos color miel de Sebastián y le sonreí como un estúpido.

—Vení el próximo domingo —, dijo— todavía hay bastante por hacer.

Volví a casa sin pasar por lo de mamá. ¿Qué clase de color es miel? pensé mientras viajaba. Esa noche tuve otra hora de reproches en el teléfono antes de quedarme dormido.
Cuando terminamos en lo de los Orlando seguimos trabajando en otros lugares. En general había muchos jardineros pero a veces, sobre todo cuando recién empezábamos algún proyecto, estábamos solos, y ahí Sebastián aprovechaba para mostrarme sus diseños e incluso intercambiábamos alguna que otra opinión. Sus visitas al vivero se hicieron más frecuentes.
Un día, yo estaba charlando con Verónica colgada de mi cuello como siempre, y cuando levante la mirada me choqué con los ojos de Sebas que caminaba con Mario entre las hileras de plantas. Parecía algo enojado así que desenredándome de los brazos de Vero me uní a la recorrida. No quería decepcionarlo y que pensara que no me interesaba aprender más sobre mi trabajo.
Después de unas semanas mamá dejó de insistir para que fuera los domingos. Pensé  en pasar un día a la tarde a tomar la merienda y tal vez quedarme a cenar, pero para entonces Sebas venia casi todos los días al vivero. Así que, después de cerrar, le cebaba unos mates mientras él dibujaba y aprovechaba para leer los libros que traía. Me fijé en mis manos llenas de callos por la pala, y en las suyas que eran suaves y arregladas. También me di cuenta que no llevaba alianza. Tal vez era un soltero empedernido como yo.
A veces las tardes se estiraban tanto que tomaba el último colectivo a Morón con el tiempo justo para darme una ducha y dormir. De puro cansancio deje de salir los sábados con mis amigos.
Un día teníamos que plantar varios macizos de flores. Descargamos la camioneta y los jardineros las distribuyeron en grupos siguiendo las instrucciones de Sebas. Parados uno al lado del otro mirábamos el plano que sostenía en la mano. Estaba muy contento. El trabajo era grande. Me estaba explicando todos los factores que había tenido en cuenta para el diseño, qué plantas eran perennes cuáles no y los colores, cuando apoyó una mano sobre mi hombro. Estábamos muy cerca. Podía sentir su aliento en mi cara cuando hablaba. Reparé en sus labios rosados y finos, y en su sonrisa. Un estremecimiento recorrió mi espalda pero no me alejé. Tal vez lo notó porque me dio un apretón y se fue hacia donde estaban los jardineros sin dejar de sonreír.
Toda esa semana me fui del vivero temprano. Aproveché para pasar algunas tardes por lo de la vieja. Le daba a Sebastián cualquier excusa y un par de días después no preguntó más.
El viernes a la noche, en casa, mientras pensaba en lo que había pasado revisaba la lista de contactos de mi celular. Al final llamé a Verónica y la invité a salir. El sábado fuimos a bailar a un boliche en Ramos y terminamos en su cama. Cuando se quedó dormida, me vestí y volví a Morón. Quería descansar un rato antes de ir a trabajar.
Sebastián estaba serio y se limitó a ladrar órdenes todo el día, aunque varias veces lo sorprendí mirándome. El hijo de puta nos hizo laburar como esclavos hasta bien entrada la noche. Cuando llegué a casa me dolía todo. Tenía decenas de mensajes y llamadas perdidas de Verónica.
El lunes, en el vivero, los llantos de la piba se escuchaban desde la oficina de Mario. Me tuve que aguantar una filípica que ni mi viejo me había dado nunca. Un par de semanas después, las cosas se habían calmado y Sebastián volvió al vivero. Sin decir nada me uní a su caminata con Mario que al rato nos dejos solos para atender una llamada. Él siguió hablando de las plantas que necesitaba para un proyecto en el golf de Merlo. Tenía los diseños en la mano. Cuando nos dimos cuenta era tarde y todos se habían ido.

— ¿Querés ver los planos? —preguntó.
—Dale, pero esperá que preparo unos mates.
Extendió los papeles sobre la mesa mientras yo ponía la pava.
—¿Seguro tenés treinta y cinco?
—Sí —volví a mentir- ¿Por?
—Parecés más chico.
Me senté al lado y observé su perfil mientras explicaba el proyecto sin levantar la vista. Sonreí para mis adentro. Bueno, por ahí no tanto porque me miró y sonrió también.

— ¿Te gusta?
—Ajá —. Contesté. Mientras le alcanzaba un mate nuestros dedos se rozaron. Se me ocurrió que podía invitarlo a salir. Si esta vez iba en serio tal vez no importaba mezclar.


Fabián
Elena Irurzun




Elena Irurzun nació en Buenos Aires, en la primavera de 1968.
Médica generalista de animales, escribe cuentos cuando las horas son largas y las noches se encienden.
Narradora destacada del género narrativo  fan fiction, ha publicado numerosos fics de su autoría bajo seudónimo. 

Es colaboradora permanente de El Esfuerzo Conjugado, revista de Arte y Literatura.





"You are the sunshine " Foto archivo personal Elena Irurzun
Edición / AP


                                      









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